Amalia sabía que no había terminado de preguntar y preguntarse todo en la vida. Por eso se dispuso a cerrar los ojos y tratar de escucharse, con la plena seguridad de que las respuestas a su interrogante estaban dentro de sí misma.
Nunca había sido del todo clara cuando había hecho esa pregunta hacia afuera. Era el mal de su día a día: No tener certeza de nada por la falta de claridad a la hora de cuestionar, fallándole en el camino a su formación como comunicadora pese a haber realizado antes una gran cantidad de preguntas difíciles (ninguna de ellas a su vocera más importante: ella).
Pensó en reordenar las ideas de forma tal que no hubiese lugar a dudas en pedir lo que quería. Recordó entonces que no podía pedir aquello y fingir que las cosas seguirían un rumbo normal. No habían matices ni puntos intermedios ni “depende” (su respuesta favorita en ese momento).
Abrió los ojos y alucinó al ver cientos de letras desordenadas que se agolpaban por llamar su atención. No, no estaba loca. Solo se dio cuenta de que la respuesta que buscaba, al igual que las posibilidades, no era única.
Entonces sonrió. Le bastó saber que no lo sabría todo y que sería una paradoja más en su vida. Al fin y al cabo, como decía Silvio, vivía de preguntar.
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