octubre 22, 2013

Mini historias 3.0

Amalia observó el torrente que fluía en forma exagerada por momentos. Los intervalos entre uno y otro suspiro atorado y no disparado eran proporcionales a la cantidad de palabras que se encontraban en el punto que divide la discreción y el secreto, de la expresión sincera y la sonrisa de sus mejillas sonrojadas cada vez que se encontraba frente a él.

Quería saber muchas cosas y ocultaba otras tantas. Quería saber, por ejemplo, cómo es que la curvatura de aquellos labios se antojaba casi perfecta en cualquier momento del día a pesar de formar un ángulo recto u obtuso (aunque siempre la balanza se inclinaba por una sonrisa que la dejaba perturbada por el resto del día). Quería ser el objetivo.

Deseaba conocer sus pensamientos, sus ideas sobre la vida y sobre ella. Se lo imaginaba en alguna dimensión, recostado sobre su hombro en aquellos momentos donde le pasaba factura la vida... Y pensaba en la ingenuidad, la genialidad y el brillo de aquellos ojos cuando hablaban con pasión de las cosas más importantes y de las más triviales, mientras reía.

Ansiaba descifrar el eterno misterio del momento en que pasó de un vistazo a su sombra un día de sol, hasta fijar su mirada en su alma, un alma tan apacible que hasta resultaba poco creíble pero al mismo tiempo, tan sincera como la realidad que los rodeaba. Recordaba perfectamente como el juego de las oraciones y de los pequeños destellos momentáneos se juntaban en las situaciones más fantásticas que podría imaginar.

Llegado el momento, arribó, decidida a contarle la verdad a pesar de lo que eso significase. Pero de repente, la luz infinita que emanaba de esa boca se convirtió en una bocanada de oscuridad cegadora... No faltaron los mareos, los perdones, los qué, los cuándo y los por qué.

Y luego se le desdibujó la sonrisa. Ya no había que posar.