El gran amigo de Amalia siempre fue el silencio. Ni
siquiera Dominique, quien tanto la escuchaba, reprendía, aconsejaba, era
capaz de hacer lo que el silencio producía en ella.
Reflexionaba
sin que le interrumpieran acerca de aquello que le incomodaba y repetía
una y mil veces sus razonamientos hasta convencerse que las cosas eran
así, como ella lo había pensado. El silencio, mientras tanto, seguía
siendo silencio.
La mejor cualidad de ese amigo era su
capacidad de convertirse en ruido eventualmente, cuando todo en el
pequeño universo de Amalia se derrumbara leve o completamente. Pero no
era un ruido incómodo, mas bien armónicamente acomodado para que el
resto de sonidos y lamentos pasaran de largo para el resto del mundo.
Y
sin embargo, con el silencio no había a quien inculpar. Era una lucha
consigo misma donde se ganaba o se perdía a sí misma, por lo que al
final siempre terminaba triste, ya sea por no ganar o porque su oponente
era siempre la nada, la única que siempre podía guardar ese silencio absoluto del que tanto gustaba.
Y fue así como Amalia se habituó al silencio. Lo hizo tan suyo, que luego se hicieron uno. Y una vez así, el silencio fue su voz, eternamente.