junio 26, 2013

Silencios

El gran amigo de Amalia siempre fue el silencio. Ni siquiera Dominique, quien tanto la escuchaba, reprendía, aconsejaba, era capaz de hacer lo que el silencio producía en ella.

Reflexionaba sin que le interrumpieran acerca de aquello que le incomodaba y repetía una y mil veces sus razonamientos hasta convencerse que las cosas eran así, como ella lo había pensado. El silencio, mientras tanto, seguía siendo silencio.

La mejor cualidad de ese amigo era su capacidad de convertirse en ruido eventualmente, cuando todo en el pequeño universo de Amalia se derrumbara leve o completamente. Pero no era un ruido incómodo, mas bien armónicamente acomodado para que el resto de sonidos y lamentos pasaran de largo para el resto del mundo.

Y sin embargo, con el silencio no había a quien inculpar. Era una lucha consigo misma donde se ganaba o se perdía a sí misma, por lo que al final siempre terminaba triste, ya sea por no ganar o porque su oponente era siempre la nada, la única que siempre podía guardar ese silencio absoluto del que tanto gustaba.

Y fue así como Amalia se habituó al silencio. Lo hizo tan suyo, que luego se hicieron uno. Y una vez así, el silencio fue su voz, eternamente.