abril 08, 2018

Mini historias 5.0

Amalia estaba fascinada por el atardecer que caía lentamente sobre las montañas que rodeaban su casa. No era cualquier día, era el día. El reloj marcaba casi las 6 de la tarde.

Aunque amaba muchas cosas, no era muy efusiva para demostrarlo ni hacerlo público. Pocos sabían por ejemplo, de su fascinación por el sonido del piano, de la emoción que le causaba escuchar una canción de Jorge Drexler, o del aumento de sus latidos cada vez que aterrizaba de un vuelo en territorio desconocido, nerviosa pero feliz.

Habían fascinaciones cliché, como su gusto por un cielo lleno de nubes blancas, las ondas que se formaban en el agua con la caída leve de una hoja, saltar hacia su cama luego de un largo día o ver una buena película.

Mientras terminaba de entrar a su apartamento, pensaba en que hoy era el día de decirle algunas de sus nuevas fascinaciones al chico que la esperaba bajo el umbral, como recordar la sonrisa que se dibujaba en su rostro cada vez que sus miradas se encontraba, o la calidez de sus manos cada vez que tomaba las de Amalia para besarlas con los ojos cerrados.

Quería decirle que amaba escuchar sus historias extrañas y sumergirse en ese mundo desconocido de sus recuerdos, y que el día en que le dijo que se había enamorado de ella sin conocerla bien, supo que había llegado su momento de triunfar. Y también se le salieron un par de lágrimas (de felicidad).

Buscaba la manera de expresarse, pero se enredó en las palabras que hasta hoy conocía, y concluyó que iba a pasar toda la vida buscando la manera exacta de decirle lo que sentía. Y que mientras encontraba la forma, probablemente seguiría descubriendo más insumos que sustentaran el sentimiento que florecía, pero que volverían inútil todo intento de expresar con palabras un universo de emociones.

Y entonces, Amalia se preguntó si sería todo una estupidez:


PD: Amalia también asumió que no debía ser perfecta y dejó de buscar más palabras para pasar más tiempo con él.