mayo 02, 2016

Palabra

Buscó dentro de cada libro y diccionario que componía su pequeña biblioteca, y aún así, claudicó en su intento por encontrar la palabra perfecta para describirlo.

Quería contar lo perfecto de ese lugar para estar, sin demasiado calor y frío. La banca de madera que los recibió en cada extremo y que, poco a poco, recibió el mayor peso al centro, cuando producto del tiempo y de un magneto invisible, la atracción hizo su trabajo.


No encontró las palabras para describir el brillo, las miradas, la danza de los silfos con las hojas que se llevaban la tierra y las últimas dudas que aún los separaban. Y luego, ese abrazo tan pleno, ese que le recordó lo bien que se puede estar fuera del hogar.


La suavidad, la humedad y la pasión de esos labios no tenían un apelativo satisfactorio, pensó. Al recordarlo, ya como sueño, ya como realidad, se ruborizaba y reía inquietamente. Bajo la mesa o alrededor de ella, volaban una tras otra las páginas que no lograban captar a cabalidad, la dimensión de los recuerdos de aquella tarde. 


Pasaron los minutos y los días y, obligada por la fuerza de una voz interna que le pedía a gritos expresarlo, Amalia comenzó a escribir (a teclear, en realidad, porque no había papel disponible cuando las palabras lograban escaparse, una a una y de no hacerlo, se habrían perdido).

Para lograr plasmarlo, dibujó cientos de veces en el aire aquellos labios. Cerró los ojos y recordó cada segundo del recorrido decidido soberanamente por aquella boca, aunque a veces se confundía con los tiempos y la intensidad y comenzaba su trabajo de nuevo para ser lo más exacta posible. La música y los suspiros se intercalaban, acompañándole en la gran cruzada por entender lo que sentía cuando sus ojos la veían y todos los habitantes de sus ojos, estremecidos, le sonreían de vuelta.

Y cuando creyó por fin capturar la esencia de aquel momento, él la abrazó por detrás y le dio otro beso en el alma. Ella modificó su recuerdo. Tuvo que comenzar a buscar de nuevo.

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