junio 20, 2016

Rodar

Ayer, después de muchos meses, soñé nuevamente con una de mis experiencias durante mi viaje a Nicaragua. Fue en el segundo día de viaje, cuando se me ocurrió que podría hacer sandboarding en Cerro Negro, León.
A ese viaje había llevado mucho peso emocional y pretendía soltarlo en mis diez días allá (era mi primer viaje sola). Quería conocer y distraerme de lo que me esperaba acá; no soy una mujer extrema, el único deporte que practiqué en mi niñez, y muy poco, fue el baloncesto.
Y ahí fui, subiendo Cerro Negro con una tabla a mis espaldas (literalmente), deteniéndome por momentos para tomar aire y descansar, pero decidida a terminar lo que había comenzado, porque pensé que eso demostraría lo ruda o lo valiente o lo genial que era.
Llegar a la cima fue un logro enorme para mí que llevo una vida sedentaria. Solté la tabla y respiré libertad momentánea, pensé en que les diría a todos (?) que lo había logrado.
 (((La prueba de que sí subí. El gustazo de la foto, antes del trancazo del zopapo, jaja)))

Me uniformé y escuché las instrucciones, me pregunté si en realidad debería hacerlo, pero llegado mi turno, lo hice. Y ahí iba, haciendo sandboarding.
Lo único que recuerdo después era el dolor de las piedras que rozaban mi cara, mis lentes destrozados, el dolor de brazos y piernas al ir rodando volcán abajo y la sensación o el pensamiento que todo acabaría ahí y que quería que parara, aunque no opusiese resistencia para ello.
Fue entonces cuando al fin me detuve.
No podía abrir los ojos por los lentes que, fuera de su aro, presionaban mis párpados. La cara, que boca arriba recibía todo el sol, me ardía, todo el cuerpo dolía pero podía moverme y escuchaba un montón de voces que en un inglés compasivo, preguntaban si estaba bien. Un zapato extraviado apareció y logré distinguir muchas manos extendidas para levantarme. Era una mezcla de dolor y de vergüenza, pero sobre todo, de desconcierto: ¿qué había pasado?.
-Usted soltó las riendas de su tabla- me dijo el guía, también desconcertado, mientras limpiaba mi rostro con cuidado. Me explicó que iba bien, pero en un reflejo extraño, solté las cuerdas que me daban dirección, velocidad y eran mi freno en aquel momento, en ese improvisado trineo de arena.
Llegué a mi hostal sin gafas, con la cara llena de raspones y con ganas de llorar. Me encerré en mi cuarto efectivamente a ello, hasta que una voz llamó. Era la cocinera del hostal que llevaba compresas para mis heridas y que me consolaba diciendo que ya todo había pasado.
Esa mujer sin conocerme, me atendió, me curó, me llevó por todo León para buscar en alguna óptica, un repuesto de mis lentes. Me dijo que si a su hija le hubiese pasado algo igual, hubiese querido que alguien le ayudase. Sentí como mi corazón, que había llegado sumamente lastimado a ese viaje, comenzaba a sentirse aliviado, con un poco de paz.
La historia tiene muchos más detalles, pero lo que importa son las cosas que aprendí y que había olvidado hasta ayer: Lo primero, y más obvio, era que no tenía nada que demostrarle a nadie, no había necesidad de exponerme para generar una reacción. No lo valía.
Y sobre todo, aprendí a levantarme y salir al mundo sin importar el tamaño de mis cicatrices. Recuerdo las miradas inquisitivas de la gente en cuanto veían los raspones en mi rostro, pero una vez que aprendí a vivir con eso, seguí mi viaje conociendo gente maravillosa que veían más allá de la persona con raspones. Antes de regresar, las heridas curaron.

((((Los atardeceres en San Juan del Sur son sencillamente hermosos.))))

Sigo sin ser inmune al dolor. Sigo con el corazón lastimado por muchas cosas, una de ellas muy reciente. A veces creo que sigo rodando sin oponer resistencia, quizá con la esperanza que un día me detendré y dolerá, pero siempre estaré en condiciones de levantarme. 
Y levantándome cada vez de mejor forma.
Por eso también pienso que hay que viajar más, porque hay experiencias que solo se viven así y que te dejan una marca. Ojalá positiva, una suerte de señal, como dice Fito: