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Hay ocasiones en las que la razón debe imperar. Detenerte a pensar por un instante puede salvarte de momentos incómodos, molestias innecesarias y escenarios hipotéticos que te carcomen el cerebro y te consumen la energía.
Pero no basta con solo decirlo. Hay que hacerlo.
Tomar acción es difícil. Sobre todo porque la razón no elige siempre las opciones preferidas de uno mismo, aún y cuando sean las necesarias.
Ser el lado racional tampoco es sencillo cuando vivís al interior de una persona impulsiva como Amalia, que va a llorar y pelear hasta el último momento por eso que sus ideales y sus sueños le piden hacer. A veces me toca aparecer de forma drástica para explicarle que, lo quiera o no, siempre seré yo la voz de la razón que va a asumir las consecuencias de sus actos (casi nunca con resultados agradables).
Hoy fue uno de esos días. Está empecinada en tomar una decisión que nos pone a todos en riesgo y estamos en un tira y encoge que termina por ser evidente para los ojos ajenos. Ya he intentado negociar sin éxito una salida diplomática a este dilema (batalla épica, en palabras de ella), que no es más que el resultado de un comentario sin mala intención de uno de sus amigos hace unos meses.
Soy el lado racional, pero siento miedo.
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