Amalia tomó sus mejillas entre sus manos para sentir el calor que emanaba en aquel momento, causado en buena parte por el alcohol, pero sobre todo, por el torrente de emociones que habían anidado en su rostro en las últimas semanas.
Temblaba. No solo sus muñecas vibraban a un ritmo armonioso, también podía sentir como en su pecho había un debate entre la razón y el corazón para decidir el momentum entre cada inhalación y exhalación, aunque por supuesto, los tiempos no eran constantes.
Examinó su rostro. Notó un brillo en los ojos del que no se había percatado antes cada vez que miraba con amor, unas pestañas que lejos de ser perfectas, eran las justas y necesarias para proteger esos ojos de la entrada de agentes externos y al mismo tiempo, de hacer cosquillas en las yemas de los dedos. Pasó los dedos por los labios y se percató de su suavidad, de algunas de sus grietas, pero también de su extraña belleza cuando sonreían y se mostraban en todo su esplendor.
Pensó en que parecía una especie de reconocimiento cuando puso sus manos en la cintura y notó las curvas, los altos y los bajos que hacían de ella, un camino más interesante por no saber lo que le esperaba más adelante. Complementaba aquel cuerpo con unas piernas que habían pasado por muchos estados y muchos sitios lejanos, pero quizá nunca por aquella senda que se había abierto repentinamente.
Volvió a los ojos y sonrió. Era extraño como un cambio de combinaciones le había llevado a una dimensión diferente y desconocida de la que nunca más quería desprenderse, pues siempre que ella lo quisiera así, estaría con ella. Lo demás sobraba (le gustaba, pero no era indispensable), por lo que le sonrió al espejo y se dispuso a regresar de nuevo a su habitación.
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