Casi nunca estaba lista. No era de aquellas que tienen una maleta armada con lo básico en caso de desastres naturales ni sabía de primeros auxilios. Sin embargo, ya sea por instinto de supervivencia o por pura fortuna, siempre lograba sortear de alguna forma las dificultades, por supuesto sin salir intacta.
Algunas de esas heridas de guerra eran evidentes: En uno de sus brazos, por ejemplo, cuando intentó cocinar un platillo por primera vez; en uno de sus tobillos que se doblaba (o lo intentaba) de vez en cuando en los momentos más inoportunos.
Las heridas más profundas y significativas, por supuesto, no eran visibles para el resto (ni pensaba revelarlas por el temor que alguien quisiera hurgar en ese pasado y terminara por abrir de nuevo la cicatriz).
Sin embargo, lejos del resultado de la batalla, siempre tenía ganancias: Aprendizajes para situaciones similares que se presentaran más adelante, personas valiosas que se sumaban a su vida y sin duda, recordaba lo importante de vivir en el presente sin tratar de adelantarse a los acontecimientos. No era precisamente la persona más paciente para hacerlo, pero iba poco a poco entrenando a su mente para lograrlo.
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