Te vi de pie bajo la lluvia y pensé en aproximarme. La neblina dificultaba la vista y mis lentes tampoco ayudaban, pero de alguna manera con solo ver tu silueta, supe que eras vos.
Ninguno llevaba paraguas. Las gotas caían de manera perfecta sobre el charco que te rodeaba y lo volvían casi una escena idílica, de no ser porque aquel año aún no había vivido mi gripe anual (la que me deja sin ánimos de nada y me aleja de todo).
Cuando llegué, levantaste la cabeza, me saludaste y me invitaste a pasar la lluvia juntos. No sabías que, mucho antes de tu invitación, yo ya tenía armada toda la historia y las palabras que quería decirte, en el tono en el que quería hacerlo.
Ahí, bajo la lluvia que aumentaba cada vez más su intensidad, sonreíste como solo vos sabes hacerlo en las circunstancias menos favorables. Te devolví la sonrisa no solo con mi boca. Mis ojos, mis pómulos y mi nariz se unieron a la fiesta de expresiones felices que me causa tu sola presencia.
Tenía frío y pensaste en abrazarme, a falta de otro mecanismo menos invasivo. Pero cuando me disponía a fundirme en tu pecho, me desperté desorientada, pensando que quizá ya era tarde. Pero era sábado y, por primera vez en mucho tiempo, pude quedarme acostada lo suficiente para recordar este sueño y contártelo como siempre me gusta hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario