La validación de sus emociones de forma inconsciente había quedado atrás desde hacía mucho tiempo. Necesitaba palabras expresas, pues la especulación y la creación de todos los escenarios posibles se había convertido en una práctica que aborrecía.
Amalia dejó caer los brazos a los lados, perdiendo territorialidad y ganando libertad: Ya hacía un tiempo en que se había cansado de la tensión muscular que implicaba cargar con el peso de las decisiones no tomadas o de aquellas que aunque parecían ya definidas, seguían a cuestas con ella por su dificultad para dejarlas caer al vacío.
Meditó sobre la cantidad de veces en que había pensado en aquello mismo durante los últimos meses. Hoy, había más (muchísimo más) tiempo para acabar dando vueltas en un ciclo infinito sobre el mismo pensamiento, las mismas emociones, similares conclusiones… con resultados (oh, sorpresa) exactamente iguales.
Viendo hacia la ventana mientras se perdía en el vaivén de los árboles, Amalia pensaba en dejar de pensar. Pero era similar a pedir que el incesante calor cediera, o que el viento dejase de mover caprichosamente las hojas, o que las ardillas dejaran de lanzar almendras al tejado (quizá aquello último sería más factible): La lógica, o en su defecto, los deseos, no lograban imponerse.
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