Entre el bullicio y el silencio, la respuesta era tan obvia como tímida para salir a la luz. Amalia preparó sus oídos, juntó todas las fuerzas que pudo encontrar dispersas entre sus pensamientos, y se dispuso a partir al combate.
Junto a su diario, iba aquella carta final que dirigió días antes de lo ya conocido. Donde presagiaba su destino, entregaba sus bienes espirituales y otorgaba la llave de sus pensamientos más íntimos, que solo fueron públicos hasta unos años después de la muerte.
"Todos escribimos nuestra historia" repetía una y otra vez, hasta que se volvió casi un himno, casi aquellas palabras de auto ayuda que la sostenían frente al panorama que aguardaba. Caminaba lenta y y parcamente, pero segura del objetivo que se había fijado. Repasaba mentalmente su discurso y lo intercalaba con un suspiro o un trago grueso de saliva. Se le antojó un latté y un cuaderno, pues siempre se le había dado mejor aquello de escribir.
Era el lugar y el momento. El destino había llegado a su punto medular. Segura de sus pensamientos y convencida en sus adentros que aquello era realmente el reto que tanto había aguardado, levantó la mirada, y queriendo mostrarse valiente, la mantuvo en alto el resto del tiempo.
Los ojos que reflejaban su actitud eran inexpresivos, cansados de tanto drama. Ambos sabían de memoria las palabras a externar.
Fue en ese momento, cuando las miradas se unieron en el mismo ángulo de visión, cuando ambos corazones palpitaban sigilosos y se tenían tan cerca los labios, que se armaría un tropel de besos, que Amalia le vio las pupilas. Se le antojó hermoso y problemático, flemático y enamoradizo, estúpido, pero adorable.
Entonces, entendió que solo había una palabra para decirlo todo. Bajó los brazos, tomó sus manos y dijo adiós. El resto es conocido: Los funerales duraron días y años, y por siempre se recordó aquel amor que se concretó por el breve espacio entre su mano y el diario personal con una última página sin llenar. Era la de su verdadera historia.
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